sábado, agosto 19, 2006

el auto

david chávez

A las cinco con treinta de la mañana sonó el despertador. Abrieron los ojos, cada uno, como si fuera la primera vez que veían la luz del sol. Tenían que ir a trabajar. Ella hizo el desayuno mientras él tomaba un baño. Minutos después el chorro del agua fría la obligó a estremecerse. Un quejido suyo se convirtió en reclamo por haberse bañado con el agua caliente que quedaba. Contempló la silueta de su esposa y sonrió.

Mientras se peinaba discutieron sobre qué era lo que irían a comer, más tarde, cuando salieran de trabajar. Media hora después perdieron quince minutos en imprimir el trabajo que él se desveló haciendo la noche anterior.
Salieron de casa tan sólo para llevarse la sorpresa de que les habían robado el auto.

– ¡No puede ser! – exclamó ella con la desesperación y la prisa marcadas en su cara.

– ¡Puta madre, nomás esto me faltaba! Me va a chingar mi jefe si no llego a tiempo con el informe trimestral. ¡Pinche madre!, ¿y ahora que chingados vamos a hacer? ¡Puto carro, putos ladrones, puta madre! – soltó con su voz ronca y trasnochada, como metralla, en el espacio donde debería estar el automóvil, donde él lo había dejado la noche anterior.

–¡Vámonos, ya veremos luego qué carajos hacemos!

Ambos abordaron un taxi que la dejó a ella en la delegación de la Secretaría de Asuntos de Salud y él se bajó después en el centro de negocios. Esa tarde no comieron. Se la pasaron en el Ministerio Público dando informes a la policía sobre el auto. Les dijeron que no se preocuparan, que el vehículo aparecería pronto, que de inmediato comenzarían a buscarlo.

Volvieron a casa entrada la noche. El papeleo con el agente los había cansado más de lo que imaginaban. Por eso no cenaron. Estaban tan asustados por el robo que hablaron toda la noche, cerraron bien puertas y ventanas y hasta pensaron en comprar un seguro. A eso de las cuatro y treinta de la mañana ya estaban en la cama, profundamente dormidos, con la ropa puesta.
El ruido de un motor los despertó.

–Debe ser el vecino.
–No. Es el ruido del motor de nuestro auto.
–Duérmete, estás alucinando.
–No. Es el nuestro, ¡es el carro!

Ahí estaba. Con la sorpresa, la emoción y el contento. Sí. Salió corriendo mientras le gritaba ¡Aquí está, aquí está!, ¡ven!, ¡míralo, aquí está! Y ella, en la duermevela, se levantó y se dirigió a la puerta.

El auto había aparecido. Estaba en el mismo lugar que lo habían dejado hacía dos días. Lo revisaron de arriba a abajo, por dentro y fuera. Estaba completo. Sujeto al parabrisas encontraron un recado escrito a mano y un pequeño sobre. Espero que me perdone si le provoqué alguna molestia. Tomé su carro prestado porque era una situación de urgencia: mi esposa estaba a punto de dar a luz. Aquí está su coche, no le falta nada. En el sobre hay dos boletos para el teatro. Espero que vaya a la función y que se le olvide el mal rato. Gracias de nuevo y que se divierta, decía.

No salían de su asombro. El vehículo estaba en su lugar, intacto. Incluso dieron un pequeño paseo por el barrio. Funcionaba. Y además, quien lo había tomado les ofrecía un par de boletos, aparte de las disculpas, para que fueran al teatro. Sí, irían, pero después de dormir. Volvieron a bañarse, esta vez tras dormir más de diez horas.
Salieron a comer y quedaron en que al otro día retirarían la denuncia que habían levantado en el Ministerio Público por el supuesto robo del auto. Luego fueron al teatro, a cenar, pasearon un poco, visitaron a varios amigos para contarles lo que les había pasado y les mostraron el carro: “Mira, intacto, no se llevaron nada, lo dejaron tal cual y en su lugar, qué suerte tienen, vaya que sí les sacaron un susto, yo no sabría qué hacer, ¿tan temprano se los dejaron?, calla mujer, lo bueno es que lo regresaron, mira que llevárselo y regresarlo, qué gente tan loca, ¿y qué tal estuvo la función?, la pasamos bien, ya nos vamos, mañana tenemos cosas que hacer, pues qué bueno que están bien y que se divirtieron, gracias por todo, luego nos vemos, bay”.

Regresaron. Ambos sonreían y hablaban sobre la suerte que habían tenido. Bajaron del auto. Se besaron en la puerta de la entrada. Abrieron. Entraron. Encendieron las luces. Ella dijo “no puede ser, no puede ser” diecinueve veces consecutivas en voz baja, como si rezara una corta letanía mientras su esposo crispaba los puños y una rabia incontenible lo consumía por dentro. No. No era por culpa de las lágrimas de impotencia que le impedían ver, fueron los ladrones que les habían vaciado la casa. No les habían dejado nada, sólo los focos que iluminaban el espacio vacío y el carro que recién les habían devuelto esa mañana, estacionado afuera, en la calle oscura y silenciosa.

martes, agosto 15, 2006

mal de familia

david chávez

"La tía Fernanda es teratóloga, lo voy a llevar con ella". Recuerdo que a mis ocho años escuché esa frase proveniente de mi madre y camino a casa de Tía Fer la palabra me ataba inmisericorde al sabor de las infusiones y cocimientos que la vieja nos daba a mi y a mis primos cuando nuestros padres no podían hacerse cargo de nosotros por atender algún asunto y quedábamos a su cargo.

Como cualquier solterona de 70 años que se preciara de serlo, Tía Fer curaba nuestras enfermedades con infusiones elaboradas con todo tipo de hierbas, raíces, hojas, cortezas, cáscaras y demás productos natulares. Nunca en su casa alguien de la familia debió ser intervenido quirúrgicamente por algú padecimiento, hasta que ella comenzó a chochear y a confundir las recetas para el té de amores que les pedían mis primas con las fórmulas para curar la diarrea con una tacita de tal cosa acompañada de una pizca de tal otra.

Recuerdo que recordaba el sabor de los brebajes de la Tía Fernanda y yo y mi imaginación nos sujetábamos con fuerza, al oír teratóloga, al viejo cuadro de la casona de los abuelos, hasta meternos a la cocina, para ver en la taza el líquido preparado para determinado fin curandero. Lo recuerdo. Sí. Y cómo olvidarlo, si Tía Fer nos dio un cocimiento especial a todos, elaborado con una fotografía que a duras penas se dejó tomar, según ella "para que nunca me pierdan el recuerdo".

A 17 años de distancia entiendo por qué la Tía Fer nunca quiso poner freno a esa ceguera que le consumió los ojos. Tantos inventos, tanta dedicación de su parte para curar nuestros males era por evitar esas anomalías en nuestras conductas, esas monstruosidades que había en nosotros que los remedios de la vieja buscaban ocultarle a su vista. Y ambos, sus pacientes y ella misma, dejábamos de vernos enfermos.

jueves, agosto 03, 2006

un hombre...

david chávez

de Chéjov:

El tema favorito del abuelo de Anton era La Divina Comedia, pero iba más allá y conforme la noche se hacía más oscura elegía un círculo infernal. Hace dos días nos contó que en el alto infierno, en el cuarto círculo, debería estar el más grande de los egoístas, aquel hombre que en Montecarlo fue al casino, ganó un millón, volvió a casa y se suicidó. - "El abuelo dice- nos comentaba Anton- que el desconocido y ególatra suicida sabía que la noticia de su triunfo será menos impactante que obtener el dinero y quitarse la vida".