viernes, julio 27, 2007

“y la prosa, como la verdad, os hará libres…
a cambio de la sonrisa en vuestras caras”.

Marl Debroxi

pinches patos*

david chávez

Sintió un ardor en el hombro, así, de repente. Gritó quejándose por una herida que una bala le había hecho en el hombro. Eduardo, su compañero de cacería, volteaba a todos lados para ver quién había sido el autor del disparo, pero no lograba dar con el responsable. Armando comenzó a quejarse:
-Puta, me duele un chingo.
-No te muevas.
-Cabrón, me duele...
-Aguántate, no tienes nada, es un rozón nomás.
-¿Rozón?, ¿Rozón? Casi me vuela el brazo, ahhh, ¡puta madre!...
-¿Qué sientes?
-Ahh, me arde, como que me quema, ahhh, me arde un chingo...
Mientras Armando se quejaba de la herida, Eduardo busca con la mirada al autor del disparo.
-No hay nadie más aquí... chingada madre ¿Quién habrá sido?
De repente escuchó otra detonación. Armando volvió a quejarse y Eduardo se dirigió hacia él pensando en que el segundo disparo iba dirigido a su compañero. Silencio.
-Armando, ¿Armando, todavía estás vivo?
-Puta madre... no mames, qué pregunta, claro pendejo. Me estoy desangrando... ¿Qué chingados hacías allá, no escuchaste que volvieron a disparar?
-Estaba buscando al que nos dispara...
-Nada más te estabas haciendo pendejo... Ahhh, ya vámonos cabrón, que me estoy muriendo.
-Levántate...
-¿Levántate? ¿Qué no me estás viendo? ¡Ayúdame güey!
-Ándale pues, párate...
Ambos se levantaron para caer de nuevo al escuchar cuatro disparos más.
-No veo a nadie...
-Yo tampoco... ¿Quién será?
Graznidos que lejos de serlo parecían carcajadas. Armando y Eduardo miraron hacia arriba. “Pinches patos...” dijeron, y las aves jalaron del gatillo.

*creo que este fue el tercer cuento que publiqué y el primero publicado a nivel nacional, chale era un mocozuelo! en el universo del búho, de rené avilés fabila

la madrugada

david chávez

Yo… no sé. Serían acaso las tres o cuatro de la madrugada cuando escuché ruidos y música ranchera. Salí al patio. Vi luces a lo lejos que tal vez completaban el cuadro de hombres discutiendo que imaginé. Escuché los disparos. Debieron provenir de ese lugar. Yo… no sé: sólo recibí cuatro balazos y un perro ladró.

final de cuento

david chávez

Creíamos serlo todo. Creíamos tenerlo todo. Creíamos escribirlo todo en esas tertulias que se desarrollaban ya en casa de Joy, ya en el depa de soltero que la madre de Rubens pagaba y que acompañábamos con güisqui robado de la cava del padre de Fernando.

Embriagado por el éxito (Podría preguntar irónicamente y sonreír cuando dijera, les dijera, me dijera a mí mismo: ¿por qué otra cosa podría ser?) de mi primera minificción alguien deslizó la idea: "conozco a un joven escritor, vive en Toluca, vamos a buscarlo. Publica en el suplemento Arena. Apellida Chimal. Quizá pueda publicar tu historia".

Se aprobó la propuesta. Todo mundo abordó los dos autos. En el de Jordi íbamos Marcela, el dueño del carro y yo. En el de Joy, en la cajuela, echamos las cosas, las mochilas, las libretas, serían la avanzada... después de la curva Jordi nos advirtió, alarmado: "¡David, David, los textos, tu cuento, tu cuento!". Marcela marcó al teléfono celular de Joy para que se detuviera y así fue. "¿Por qué hay tanta tierra?", "¿Dónde están los cuentos, los textos, las letras?", "¿Qué fue lo que escribiste en tu libreta?", me interrogaron.

"Escribí que los cuentos que escribo se hacían realidad. En uno de ellos un grupo como el nuestro iba en busca de un escritor para mostrarle sus cuentos. Camino a casa del escritor los textos se convertían en tierra", les expliqué.

"¿Y cómo termina?", me preguntaron a coro. "No lo sé", dije. Antes de que Marcela y yo comenzáramos a llorar por el texto perdido les confesé que el cuento estaba precisamente en la cajuela del carro de Joy, junto con el texto recién escrito hacía unos minutos...

el del fin

de Tristan Bernard*...

Un hombre colecciona niños, legítimos, ilegítimos, de un primer matrimonio, de un segundo matrimonio, adoptivos, recogidos, bastardos, etc. Un día da una fiesta en la que los reúne a todos. Un amigo cínico le dice entonces: “falta uno”. El coleccionador angustiado le pregunta: “¿cuál?” “El hijo póstumo”. Después de lo cual el hombre pasional le hizo un hijo a su mujer y se suicidó.


*jean baudrillard.(2004). el sistema de los objetos. siglo xxi editores.18ed. francisco gonzález aramburu traductor. p. 111.

lunes, julio 09, 2007

Y sigue el huiqui dando...


andrés_noé_lópez_obrador.luis_gonzález_de_alba/david_chávez.wiki.hmt3
(obtenido de la red mundial de información el 09/07/07 de http://www.milenio.com/mexico/milenio/firma.php?id=527271 a eso de las 10:22 horas)

Noé López Obrador. Y buscó Noé diez justos para que Dios cancelara la función del Diluvio Universal. Y diez justos no hubo. Entonces buscó tres. Y tres no hubo. Uno, pidió el Señor. Y no hubo un justo. Cayó el Diluvio. Noé López ha buscado diez corruptos que vendieron su alma ciudadana en las casillas del 2 de julio y dieron por buenas actas falseadas. Y diez no encuentra. Busca tres, busca uno, con nombre, apellidos, cantidad recibida. Y no encuentra uno...

domingo, julio 08, 2007

No te enamores de mí*

david chávez

Te lo voy a decir nada más porque eres cuate, porque te tengo un buen de confianza y sé que para guardar secretos eres una tumba, ¿Ok? La conocí cuando aún tenía la costumbre de andar solo por las calles. Desde que iba a su casa ya no hago eso. Llegaba a su casa y la esperaba abajo, fumando, hasta que ella salía. Se llamaba Ananke. Entonces yo apenas tenía veintiuno, ¿te acuerdas? Y ella había cumplido diecinueve años.

Esa noche salimos en su auto. Uno café, ¿no te subiste una vez que nos dio aventón hasta casa del Carlos? Bueno, llegamos a la gasolinera con un par de cervezas y platicábamos de las broncas que ella tenía con su mamá. Me dijo que no se sentía bien en su casa. De la señora seguro te acuerdas, ¿no, Oswaldo? Sí, es una güerita, de buen cuerpo, con el cabello medio lacio, esa que creíste era hermana de Ananke... ándale, esa misma.

Pues la verdad que nunca me dijo que Ananke traía esa broncas. Total que nos fuimos al bar, a
ese que estaba por la Villa. Ahí estuvimos como dos horas y yo todavía estaba pensando en lo que iba a regalarle al otro día, el catorce de febrero. Claro, con tanta lana nomás dime: ¿A qué mujer puedes darle algo mejor de lo que tiene?... exactamente, y ahí me tienes, pensando como pendejo en algo bien, algo medio fresa para que combinara con su forma de ser.

Salimos del bar y me dijo que se sentía algo mal. Cambiamos de asiento y me llevé el automóvil hasta el rey Coliman, por donde inauguraron las oficinas del periódico. Ahí mero. Y me estaciono, la miro y me doy cuenta que tenía la mirada fija, así, como si estuviera ausente.

La verdad, Oswaldo, me imaginé todo menos que pudiera estar muerta. Su mamá dijo que había sido un paro cardiaco. Fui su primer novio, así, formal. Bueno, Ananke siempre me decía eso, y que nunca me fuera a enamorar de ella. Imposible.

“No te enamores de mí”, me pedía. Y luego se sacaba la ropa, comenzaba a desnudarse, siempre, siempre diciéndome: -“No te enamores de mí”. Su carita se le ponía roja cuando me le quedaba mirando, con mi cigarro en la izquierda, siempre en la mano izquierda.

Y ella me decía mientras hacíamos el amor, mientras domábamos el sillón de la sala, mientras la tocaba, recorriendo con mis manos su piel delicada en la que dejaba mi olor a cigarro: -“No te enamores de mí.” Pero ¿Cómo no enamorarse de ella, Oswaldo? ¡Dime!

Sí, sí la extraño. Me quedé con el regalo y lo guardé hasta cuando bajaban el ataúd. Lo abrí y lo dejé caer sobre su féretro. ¿Qué era? Eran las cenizas de los cigarros que fumé mientras la esperaba fuera de su casa.

Antes que su corazón fallara se despidió. Fue como amarla. Esperó tanto para tan poco. Esperó mucho. Disimuló, intentó ser racional, pero no aguantó. Terminó acostumbrándose a esas tardes en el bar, al sillón de la sala, a su auto que fue testigo de su último gesto de placer, de una mueca nada más. Un gesto. Lo esperaba pronto pero ¿sabes una cosa, Oswaldo? Ella siempre me decía:

-“No te enamores de mí...”



*si mal no recuerdo este cuentillo fue el primero que publiqué. años atrás, claro. que les sea leve y no, no es autobiográfico.

que llueva tierra (gud versión)

concepción, chile. siete de junio de dos mil siete.
(a eso de las 16:30 horas)



David Chávez

En el cielo también existe el polvo. Las nubes blancas son el aire reflejado, vuelto visible, hecho realidad. Son las nubes oscuras las que enturbian la vista, el azul barrido por el sol y el viento. Cuando esas nubes sucias, cuando ese polvo se junta en el cielo, se oscurece más; entonces nos enterregamos de lluvia. Misticismo de la naturaleza que hace llover tierra en forma de agua. El granizo son las pequeñas piedras que hay entre ellas.

miércoles, julio 04, 2007

recomendeishion Pare de sufrir (por el periodismo)

Acá el buenazo de Eduardo Huchín nos da unos tips para aquellos pobres menesterosos, hijos de la reverenda ignorancia que, perdónanos padre, pero no sabíamos para lo que estudiábamos (si alguna vez alguien estudió para aprender a hacer una nota (perdón por el paréntesis en el paréntesis pero ya ni la recontrachingan) y se dedicó a puro entrevista banquetera).

buenísimo.

Tú si nos entiendes Eduardo.

Pd. Vivan los editores, correctores de estilo y traductores de lenguas y sintaxis incomprensibles!

Pd2. agradezco al señor santo milagroso por permitirme escapar por unos años de las garras de ese pseudo.cuasi.loqueseaquehayasestudiadoenelIteso.que se sentía mi jefe y que jamás diosito santo lo permita por los siglos de los siglos lo azoten con una tea ardiendo para que se te quite de andar discutiendo estupideces y obviedades hijo de tu rep*t*s*m*a*m*d*e me cae!


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Pare de sufrir (por el periodismo)

“El periodismo es una profesión de riesgo”, había dicho el profesor Valdez, a quien sus alumnos de la escuela de comunicación apodaban “el Loco”. “Y el mayor peligro no es que te censuren o te amenacen sino que nadie intente siquiera cooptarte. Eso sí que es deprimente. Eso significa que no representas nada para los poderosos, que tu opinión no vale y que tus páginas editoriales sólo sirven para envolver pescado fresco”.

El grupo de terapia para periodistas había iniciado como un círculo de amigos que se emborrachaban para compartir los gajes del oficio. Poco a poco, los integrantes pasaron de las confesiones profesionales a las personales y de ahí de nuevo a las profesionales, pero en su variante más patológica: la del periodismo que afecta la vida personal.

“Es auténticamente terrible”, confesaba J. T., editor de una página de Espectáculos, Sociales y Cultura, “todo el tiempo veo mujeres que no puedo poseer. En las notas sociales es peor, porque se trata de chicas tan cercanas y a la vez tan inaccesibles, novias de jóvenes priistas y de futuros funcionarios; ricas, pedantes, cuyas miradas llegan a ser letales. Terrible, en verdad, terrible. La única parte que me reconforta es la de Cultura, donde todos son feos e inofensivos”.

El psicólogo Alavez nos escuchaba a todos con paciencia y fe. Había formado el grupo después de recibir llamadas a la medianoche de correctores de estilo que no podían leer las recetas médicas sin encontrarles errores ortográficos.

“Yo soy reportera, aunque ahora ando desempleada”. Sonia había reporteado por cinco años antes de quedar en el limbo. “Ahora que no tengo trabajo, me he dado cuenta que viví demasiado tiempo entre funcionarios y compañeros del gremio, de una fuente a otra, de una rueda de prensa y al banderazo de un programa. ¿No saben lo que eso significa? ¡Que me he quedado sin vida social!”.

Sí, la recuerdo bien, en todo momento se quejaba de no tener tiempo libre; ahora que lo tenía, no sabía qué hacer con él.

“¡Exacto!” La palabra en este instante era de María Luisa, que había dado notas por ocho años, antes de terminar trabajando en el área de Comunicación Social de una dependencia. “Yo lo he sentido. Es una especie de… cómo explicarlo… ¡reporteropausia! Ésa es la palabra. Sientes que le has dado tus mejores años a un solo periódico y luego éste no tiene empacho en darte una patada en el cuaderno de notas (que guardas en el bolsillo trasero del pantalón) y empezar a buscar a reporteras jóvenes, que calmen sus ansias de noticias”.

“Claro, claro”, respondió de nuevo Sonia. “Como ya sospechas sus intenciones, empiezas a convertirte en una buena chica. Arreglas tus notas, buscas sinónimos, incluso ya no copias boletines, pero al maldito diario ya no le interesa eso, él sólo busca la novedad, el texto ocasional, los contratos por un mes”.

El doctor Alavez apuntaba todo en una libreta con una rapidez extraordinaria, sobre todo porque también él había trabajado de periodista en alguna etapa oscura de su vida. “Déjenme entender”, intervino el psicólogo, “¿En la reporteropausia, el reportero entra en una depresión porque no se siente capaz de satisfacer al diario que la ha mantenido por tantos años?”

“Sí”, respondió con prontitud Sonia.

“Pero es algo más complejo”. En esta ocasión, la voz era de Viridiana, quien estaba saliendo de una relación tormentosa con un medio. “Hay mucha inseguridad y dudas, sobre todo cuando te encadenas con un periódico, saliendo de la carrera. Tu mamá te dice: ‘Busca un diario estable, con muchos años de experiencia’, mientras tus amigas te aconsejan: ‘Lo mejor es probar, unos meses acá, unas semanas allá. Esto del free es lo de hoy’. Entonces la reportera entra en un conflicto, pero decide hacerle caso a su mamá. ¿Y qué sucede? Que el diario estable, medio maduro y de muchos años, después de mantenerte esclavizada por algún tiempo te dice: ‘Nena, ya no siento que rindas lo mismo’ y ¡ni siquiera te indemniza!”.

Unos lloriqueos empezaron a escucharse. “¿Y la violencia, han hablado acaso de la violencia?” Ésta era Estela, que se secaba las lágrimas, mientras tomaba fuerzas para referirse a su propia experiencia. “¿Han hablado de nuestros ojos rojos de tanto tiempo en la computadora? Y ¡claro!, lo moretones por andar cubriendo las protestas en el palacio de gobierno o los desalojos de vecinos invasores. Hace unas semanas la gente que tomó la Sagarpa, casi me secuestra; estuve encerrada en el baño de mujeres por dos horas. Esas marcas quedan en la piel y no se borran en una semana”.

“Ven, mana, dame un abrazo”, dijo Sonia.”Siempre he dicho que abusas del standing cuando reporteas en la tele y que casi siempre tus descripciones arruinan las tomas, pero en esta ocasión déjame ser solidaria contigo”.

Las dos mujeres lloraron y se dijeron sus virtudes a la hora de escribir el párrafo inicial de una noticia. Yo miraba conmovido tantas muestras de cariño en el gremio, una forma de felicidad sólo comparable a recibir una canasta navideña del Congreso. “Bueno, Eduardo, ¿y tú qué tienes que contarnos?”

Esperaba que este momento no llegara. No soy muy afecto a relatar mis intimidades ante otras personas, aún así hayan desnudado sus corazones entre suspiros y pañuelos desechables.

“Eh, mi problema no es en realidad grave, tomando en cuenta todo lo que se ha dicho aquí. Es decir, no es lo que podríamos llamar un problema-problema”. “¿No estarás cayendo en la negación?”, inquirió J. T.

“No. De ninguna manera. En absoluto”.

“Yo creo que sí, mi estimado Eduardo”, dijo el psicólogo. “De otro modo, ¿qué te hubiera traído a este grupo? Y lo más importante ¡por-qué-demonios-contestaste-con-tres-negaciones-a-la-pregunta-que-te-hicieron!”

“Buena cuestión, je”. El asunto se estaba poniendo algo violento, así que decidí cooperar. “Miren, no es que me sienta menos que un periodista. Es decir, sé que no padezco las condiciones de adrenalina que experimentan ustedes cubriendo los incendios en el teatro de la ciudad o la entrega de aparatos ortopédicos por parte del DIF. También respeto la labor de edición diaria y la redacción de columnas políticas cada semana. Es algo que yo no podría hacer. Por lo menos no a esos salarios. Pero me afecta mucho, no saben ustedes cuánto, que cada que voy al desayuno del Día de la Libertad de Expresión, nunca me dan boletos para la rifa. En serio. Podía parecer estúpido y obsesivo, pero es verdad, ¡nunca me dan nada! La gente encargada de la tómbola, como nunca me ha visto, cree que soy un colado y que no trabajo en el medio. Eso me deprime muchísimo y termino abandonando el desayuno para irme a emborrachar”.

Estas últimas palabras las dije ahogado en llanto, como para significar que todo era verdad. El doctor Alavez me dio unas palmadas en la espalda, ese ademán que algunas veces significa: “Lo has hecho bien, muchacho, pero eso no quita que seas un perdedor”. Los otros compañeros del grupo también me dieron sendos abrazos; alguien por ahí me regaló un pedazo de papel higiénico para las lágrimas.

La reunión terminó con la “Oración de la Serenidad”: “Dios, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar del medio donde trabajo; valor para cambiar las que sí puedo y sabiduría para entender que en realidad nada puede cambiarse”. Después de esto, todos nos fuimos a seguir la vida en nuestras respectivas redacciones.


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