lunes, octubre 19, 2009

La canción de los desposeídos

David Chávez



(fragmento)


Sóngoro bajó del auto. Góngora lo siguió. Ambos entraron al teiboldans, parpadearon una seguidilla de veces en un intento por acostumbrar su ojos penumbrados a la risolancia interna del local donde putas, borrachos, meseros y otros clientes hacían lo suyo. Se sentaron lo más lejos que pudieron de la pista. El barullante punchispunchear de la música hacía tintilenta la conversación. A Sóngoro le costaba respirar. Tenía la garganta reseca. Encendió un cigarro y extendió la cajetilla a Góngora. Una flama apareció debajo de su cigarrillo hábilmente para auxiliarlo. No agradezcan, es rutina. ¿Les traigo una cubeta de cervezas? Sóngoro hizo el amago de hablar. Estaba sorprendido por la rapidez del mesero. Son 150 pesos, trae cinco cervezas. Iba a preguntar , externarlo, y antes de que su voz abandonara su boca el mesero se le había adelantado. Góngora sacaba su billetera cuando el tipo desapareció.
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-¿Qué te parece?, le dijo a Sóngoro.
-Muy servicial el hijo de la chingada. Confieso que casi me cago del susto cuando apareció de la nada para encenderte el cigarrillo.
-Calla, ahí viene.
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Contó el dinero con una mano y le dio el cambio a Góngora mientras con la otra destapaba las dos cervezas. Gracias, que la pasen bien, dijo, y desapareció nuevamente. Luego un par de teiboleras se les acercaron. Sóngoro sonrió e inició las presentaciones. Y él es Góngora. Se levantó, tomó la mano de una de las cortesanas impélidas cuasinúbiles y la besó con ademán galante. Ellas se cagaron de risa. Sóngoro buscó con la vista al mesero pero éste, una vez más, se adelantó a sus pensamientos. ¿Qué van a pedir las señoritas?
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Un par de horas más tarde Sóngoro y Góngora pergeñaban un avance en el cuerpo tácito y nimbeo de las dos mujeres. Eran barones de Humboldt en la geografía pezonífera e ínglera de las féminas noctámbulas. Discúlpennos, vamos al tocador por unos minutos. Regresaremos en breve, les dijeron. Ambas levantaron sus culinformes siluetas y avanzaron por entre la marea de dedos, manos y lenguas que les salieron al paso.
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--Buenas chicas, estas putas- le confió Góngora a Sóngoro.
--Precisan serlo- apuntó.
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Ambos brindaron por ello. Regresaron las trémulas carnes bamboleando aquellos senos meditabundos que hipnotizábanlos al mirar. Cada uno sentóse con su cada cual y prosiguieron los cada cuales con sus charlas privadas. Vinieron más risas de parte de la pareja Sóngoro-Ella. En tanto, Góngora, presa del alcohol, susurraba al oído de su ya adicta versébora mujer galanta uno que otro verso que su tocayo, Luis de Góngora y Argote, había escrito un chingo de años atrás:
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"No a las palomas concedió Cupido
Juntar de sus dos picos los rubíes
Cuando al clavel el joven atrevido
Las dos hojas le chupa carmesíes.
Cuantas produce Pafo, engendra Gnido,
Negras víolas, blancos alhelíes,
Llueven sobre el que Amor quiere que sea
Tálamo tuyo, y mío: mi Galatea."
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-- Eres un pinche puerco- admítele la meretriz. Ignoro qué hayas dicho en tu pronunciamiento pero tanta palabrería excítame bastante.
--Así veo, pequeña zorrípeda. ¿Quieres que continúe?
--Sólo un poco. Estoy antojada y no me preocuparía mucho perder unos cuantos miles de pesos con tal de saciar esta curiosidad de hembra. ¿Será largo y potente tu verso, poetérrito?
--Intuyo que podría ser de tu agrado...
--Son escasas las conversaciones que valgan la pena, como esta, en que puedo desfogar mis libidinales ansias de escuchar otra cosa que no sean dramas maritales, negocios, venta y trata de cosas, droga y tráfico influenciantil. Dime, ¿qué deseas beber? ¿Querrías ir conmigo a lubricarme el oído?
--No encontraría mayor placer.
--El placer será mío, ténlo por seguro, falopoeta. Desde este momento los siguientes momentos corren por mi cuenta, incluida la tuya y la de tu amigo. Ella, en realidad, es mi hermana. No tendrá empacho en secundarnos.
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La pareja se levantó, ella guiñó un ojo a su hermana y Góngora hizo una pequeña señal a Sóngoro indicándole que volvería en un pequeño rato. Luego entraron a un habitáculo donde unas cuantas mujeres movían la grupa a extasiados varones que lubricaban salivéicamente sus rabos, meneándolos al ritmo de la música bajo cuyo embrujo las danzas se sucedían. Telas un tanto gastadas, por donde se podía apreciar tal espectáculo a causa del uso y lavados extremos, hacían la función de puertas.
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--Es aquí, barroco mozo. Ven, acércate un poco más. Roza con tus aterciopalabras mis casquivanos oídos. Dime algo cerdo. Quiero bailarte mientras expeles tus ígneos versos.
--Te confiaré lo que traigo entre piernas, nívea culona de firmes carnes.
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Ella comenzó a bailar la Canción de los desposeídos mientras intentaba cantarla en un inglés medio dado a la chingada. Lo había aprendido leyendo revistas gringas de modas en las que su padre les enviaba una parte del salario que ganaba como pizcador de fresas en Santa María, California. Había emigrado cuando la madre de sus hijas se largó con otro. Cuestiones kármicas, ella y el amante murieron a la noche siguiente en un accidente automovilístico. En tanto, con ayuda de un diccionario español-inglés que se había robado de la casa del profesor de español -que se la cogía a cambio de buenas calificaciones para las dos hermanas- iba traduciendo de a poco. De ahí también su florido y variado vocabulario que contrastaba de vez en vez con altisonantes palabras y culteranismos barrocanroleros.
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Eran ellas quienes desentonaban en el congal: eran ellas quienes decían al diyei que pusiera el disco que le habían traído especialmente para su contoneante baile desnudista. En teiboldans alguno había sonado nunca Dead Can Dance como en aquel lugar. Los pechos de ambas hermanas, sus culíneas nalgas eran famosamente conocidas por el poder hipnótico que ejercían sobre las calenturientas masas que se peleaban la entrada al lugar. Sólo por invitación se podía asegurar la asistencia, lo otro era cuestión de suerte.
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Al par de mujeres se les atribuían poderes sobrenaturales. Se decía que la más joven predecía el destino de los hombres, que podía leer la suerte de quien se lo pidiera dentro de los cubículos habilitados para los bailes privados con sólo ver el semen eyaculado, conseguido después de una breve danza. La otra, la que cantaba la Canción de los desposeídos con un inglés pinchísimo, curaba ciertos males, en especial los de índole sexual. Se decía que a más de alguno le había quitado la homofobia, había vuelto heterosexual a un par de lesbianas que fueron a verla y ni qué decir de los cientos de casos de disfunción eréctil que había tratado. Entre otras tantas cosas que dice y sabe decir la gente.
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--"Oh bella Galatea, más suave que los claveles que tronchó la aurora; blanca más que las plumas de aquel ave que dulce muere y en las aguas mora; igual en pompa al pájaro que, grave, su manto azul de tantos ojos dora cuantas el celestial zafiro estrellas! ¡Oh tú, que en dos incluyes las más bellas!
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"Deja las ondas, deja el rubio coro de las hijas de Tetis, y el mar vea, cuando niega la luz un carro de oro, que en dos la restituye Galatea. Pisa la arena, que en la arena adoro cuantas el blanco pie conchas platea, cuyo bello contacto puede hacerlas, sin concebir rocío, parir perlas."
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Notaba Galatea ya una incipiente erección en el cándido tronco bajo de su cliente. Acudió en su auxilio cuando éste comenzaba a quitarse el cinturón y desabotonar el pantalón. Sacó el miembro turgente en tanto ella lo acicalaba, saboreando su porvenir. Entonces Góngora siguió eyaculando versos:
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--"En la rústica greña yace oculto el áspid del intonso prado ameno, antes que del peinado jardín culto en el lascivo, regalado seno. En lo viril desata de su vulto lo más dulce el amor de su veneno: bébelo Galatea, y da otro paso, por apurarle la ponzoña al vaso".
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Sóngoro, en tanto, dirimía otras cuestiones con la hermana de Galatea. Ella sabía, por sus dones de mujer, que aquella no había sido una coincidencia. En el rostro de Sóngoro se notaba la preocupación, una sensación de incomodidad. Él no bebía como los demás. Sabía que habían entrado sin invitación. Sería la buena estrella de alguno de los dos. Por algo, sería el destino, los cuatro se habían reunido en ese lugar. Por el guiño que su hermana le había hecho antes de ir a los cubículos intuyó que debía hacer un trabajo especial a aquel hombre de cosongo apelativo, pero no sabía qué.
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--Te incomoda algo, puedo sentirlo.
--En efecto. Sufro de una ansiedad terrible producto de varias situaciones entreveradas.
--¿Y puedo ayudarte?
--Sí, deja que toque tus pechos carnurientos. En algo debo distraer mi mente. ¿Tienes empacho en dejar que lleve mis labios a los tuyos?
--De ningún modo. Procede, me gustaría probar un poco de inquietud.
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Así era. Ella nunca había sufrido de inquietud ni preocupación alguna. Durante dos décadas, primero su madre, luego su padre y su hermana, había vivido al día, conocido la causa y razón de las desaveniencias en su casa y logrado entender las consecuencias sin sufrir por ello sobresaltos. Entendía y eso era lo mejor de todo porque sabía que lo malo es temporal en la medida en que los hombres van fijando su preocupación en las consecuencias y no en la causa del problema. Sóngoro le atraía, en ese momento, por eso: buscaba qué había sido lo que ocasionaba una difícil solución al problema que tenía frente a él.
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Dejó que lo besara. Nunca ella había permitídole tal cosa a cliente alguno. Pero él no era un cliente. Ellos no eran clientes. Sintió cómo su cuerpo, que alguna vez alguien había comparado como el del mármol con que se elaboran las lápidas en aquella ocasión, cuando fue obligada a mostrar sus pechos luego del sepelio de su madre, ahora respondía al calor de la mano de Sóngoro. Se sintió una hembra total, de carne y hueso. Sus bocas se abandonaron como su madre a su padre: sin despedirse, secretamente. Ella lo miró a los ojos. Sóngoro evadió la mirada. Ella le tomó la mano y entrelazó sus dedos con los suyos. Pidieron otra cubeta de cervezas. Sóngoro destapó una y encendió otro cigarrillo.
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--Te diré lo que está por venir, pero tuya es la causa de tales consecuencias- le dijo, y hurgó en su entrepierna buscando una erección, hasta encontrarla. Luego todo fue uno: felación, eyaculación, el destino en sus labios, dentro de su boca, el futuro -blancuzco- sobre la mesa.

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(fragmento)